Suceso de uno

De esas noches, hoy es una más
o una menos.
Hoy otra vez mi ego me buscó
y me encontró.
Es fácil, me encuentra en un instante.
Me invita, me sienta 
y me mata
me mato.
Me miro los adentros como de reojo,
al tiempo que me zambullo sin desnudarme
en un punto que flota en el aire.
Tomo un semirrapido hacia una mancha en la pared
y ya está, 
queda de mi sólo un yo desplomado,
de manos en la nuca y mirada irrespetuosa.
Cuando estoy yo solo con yo
el desorden me alegra, 
siento un vértigo dulce apuntando hacia el caos total.
Me invita la violencia del silencio y la estupidez de las palabras.
Ahí, 
cuando entiendo como se mueve el aire,
ahí,
cuando me río de estar vivo y muriéndome siempre,
sólo ahí
entiendo lo que olvidé
y vuelvo a ignorar todo lo demás.
Y mi yo es celoso, y no me suelta.
Entonces me miro y me veo de cerca
y descubro que soy demonio de colores,
que soy gigante y frágil,
con la sonrisa dibujando una boca alegre
y ojos desafiando ojos.
No me conozco lo suficiente para saber
si él o yo somos el verdadero.
Como tantas otras veces, 
yo sólo buscaba asustarme un rato
y romperme un poco la vida,
pero como yo no me conoce ni yo a él,
parece ser esta otra visita poco fructífera
de miércoles a la noche.

Apocalipsis siempre


Me imagino desde hace rato, una ciudad reventando. Veo cómo se golpearía a si misma la cara con la mano caliente y abierta. Explosiones obtusas e histéricas sirenas concilian una canción de guerra incipiente. Humaredas coloreadas se asoman alternadas desde diferentes esquinas, delatando el andar acechante del destino, dragón color tormenta que emerge desde las profundidades de la historia para marcarnos el presente en sello de fuego.
La sensación respirable de incertidumbre, nos obligará a inverosímiles resoluciones, sintiéndonos fideos apelmazados de un guiso infernal.
Habría quienes se atrincherarían bajo las sábanas y, con los ojos apretados lograrían convencer a sus almohadas de que nada malo va a pasar.
Habría, seguro, señoras de hogar subidas a las terrazas sin barrer, blandiendo con feroz gesto cimitarras lustrosas, garrotes color caoba y lanzas de la colección primavera-verano; desafiando a viva voz todas ellas, a quien desee arrebatarles su vida de la caja de seguridad dónde está bien guardada.
También habría, por supuesto, innumerable cantidad de curiosos que asomarían sus cabezas por ventanas, puertas y claraboyas, más impacientes de explicaciones que asustados por el caos general y sus consecuencias posibles. Son estos seres multicéfalos, atemporales y, en apariencia, indestructibles. Nunca faltan cuando la escena incluye gritos y corridas.
Sigo soñando y escucho corridas sin dirección definida por las calles, y aún no he comprendido del todo si en este sueño debería alistarme para el combate cuerpoacuerpo, para el llanto quinceañero o la alucinogenia consensuada.
Lo seguro es que la ciudad explotando así, espontánea, provocaría una danza tan colorida y reverberante, tan auténtica y violenta, tan absurda que, mas allá de su desenlace, tentaría irresistiblemente a pintarlo todo en un cuadro; a escribir con premura sobre el edificio que cae, sin perder detalle, puteando por no estar mas alto y mas cerca, con una mueca satiricona y el sudor patinando la cara, festejando la insolencia del porvenir; a componer la última canción del hombre tranquilo, del hombre dormido y cantarla en una lengua imaginaria mientras nace el sol del día final.
Me imagino desde hace rato, una ciudad pariéndose.

Vuelo número cero

Ya que esta noche el aire parece empecinado
en aplastar
y aplastarme,
no tengo más remedio
que respirarme a mi mismo
con una sonrisa
y contarle, a quien quiera escuchar,
que pienso volar toda la noche
y tal vez todos los días;
volar cómo un cardumen de diarios viejos,
movilizado por prepotencia del viento,
entrometiéndome en cada rincón de la tarde,
desafiando con vuelo rasante
el embotamiento
de los conservadores del movimiento.